El 6 de diciembre de 2013 declaró ante el Tribunal Oral Federal de San Luis, Lucy María, una maestra rural secuestrada por la Aeronáutica en la localidad de Martín de Loyola, un pequeño paraje perdido en el límite entre las provincias de San Luis, La Pampa y Mendoza. La semana pasada, Lucy recibió de manos del ministro de Defensa de la Nación, Agustín Rossi, un juego de copias de las actas secretas de la dictadura halladas el año pasado en un sótano del Edificio Cóndor.
Lucy acuerda con los jueces que ella va a contar su historia y que luego contestará preguntas. Comienza a contar con voz pausada, habla en primera persona, pero por el tono a veces puede parecer que se refiere a otra persona. “El 23 de septiembre de 1976, siendo las 8 horas yo me encontraba en Martín de Loyola, una localidad distante a 400 kilómetros, al sur de San Luis, en el límite con Mendoza. Trabajaba allí como maestra en un albergue de cartón corrugado, sin luz eléctrica. El baño era todo el infinito alrededor. Dormíamos todos juntos y el aljibe estaba a un kilómetro. Nos ayudábamos con un caballo para sacar los baldes. Dormíamos sobre cueros de ovejas y los alumnos eran hijos de puesteros que pasaban entre cinco y seis meses en la escuela. A algunos a veces los venían a buscar, a otros no. Lo nuestro excedía la docencia y antes de irme yo no conocía esas circunstancias”.
“Ese día que me detuvieron, desde dos o tres Ford Falcon, bajaron unos tipos de civil, con anteojos y debajo de unos ponchos llevaban las armas. Me dijeron que hiciera la valija y me llevaron. A un kilómetro de camino, me hicieron bajar, me hicieron sacar la ropa y me dijeron ‘ahora corré’, mientras ellos me disparaban a los pies. Me dieron la orden de volver, me esposaron y me tiraron desnuda en el piso del auto, mientras ellos me pateaban todo lo que podían. Yo creí que me moría y estaba aterrada. Me dijeron que les contara chistes, pero como no les gustaron, me siguieron pegando.”
“El auto llegó a una ruta y estoy segura que doblamos hacia el lado de Mendoza. Llegamos a un lugar, pero lo que ellos no sabían es que no necesitaban tabicarme, porque sin mis lentes no veo nada. Yo seguía esposada y desnuda, me llevaron a un lugar donde tuve el único interrogatorio serio, donde me preguntaron por mis ideas políticas y sociales. Me preguntaban por qué había elegido psicología, por qué me había puesto de novia con un chileno habiendo tantos argentinos. Además de estudiar psicología, yo era radio aficionada y hablaba algo de vasco. Mi novio estudiaba ingeniería en Talcahuano y entonces se les puso que yo era un enlace entre la ETA y el MIR”.
“Un día, estando ya en Villa Mercedes, me dijeron que habían asesinado a toda mi familia. Me daban datos certeros de mi madre, de mi padre, de mi sobrinita. Yo estoy segura que antes de entregarme en Villa Mercedes, me tuvieron en Mendoza. Lo sé por el tono de voz de los mendocinos, que se parece bastante al de los chilenos”.
“Yo estaba en shock. El terror es la devastación mental, que nos deja sin capacidad de reacción, sin saber por qué uno está ahí. Nunca supe por qué gente que no me conocía me podía odiar tanto. Una semana me tuvieron y escuchaba ruidos de aviones. Para traerme a Villa Mercedes, recién ahí me pusieron una remera y un pantalón, me subieron de nuevo a un auto”.
“Yo seguía esposada y vendada, y cuando llegamos, el auto se detiene y me entregan a una persona que me recibe, me da la mano y me dice “bienvenida a la Quinta Brigada”. Por la voz luego supe que era el capitán Otero. Me suben entonces a otro auto y me llevan a la cárcel de mujeres. Yo no podía abrir los ojos. Mercedes era más chico que ahora y allí todos se conocían”.
“Todos los policías rasos sabían quién era mi familia. Cuando me llevan a la Jefatura, me pasan a la oficina donde un tipo grandote que dijo llamarse Ronald Wenceslao Morales, quien comenzó con los adjetivos: puta, comunista, fueron los primeros. Luego vinieron
los golpes”.
“Yo ya había perdido como diez kilos y en la celda tuve un cólico renal. Sabía que era un cólico, porque antes ya había tenido dos. Esta vez nadie me atendió. Desde mi detención tengo dientes postizos. Cuando me dijeron que habían matado a mi familia, yo los empecé a insultar y a gritarles ‘matenmé’. Se me cruzaba entonces la imagen de mi papá, un vasco que había trabajado 46 años en el correo y que me enseñó a respetar y a amar los libros. Mi madre, una ama de casa que para lo único que vivió siempre fue para criarnos. Mi sobrinita, con quien yo tenía una empatía muy particular. Me costaba imaginar que los hubieran asesinado.
En la Comisaría Primera me llevaron al calabozo. Menos mal que soy chiquita, porque el calabozo era de uno por uno, con una puerta ciega que se abría desde afuera. Dentro de la celda había ratas y cucarachas. Había una especie de almohada que estaba llena de chinches. “Terminé toda llena de picaduras. Yo tenía que gritar para ir al baño y ellos venían cuando querían. Yo seguía desnuda, y la letrina en realidad era solo un pozo que alguna vez había tenido los apoyos de mármol para los pies. Luego venían las mofas y las burlas. Yo nunca he sido una bomba sexual y es de imaginarse cómo estaba con 30 kilos menos. Ni los pechos se me notaban. Mi desgracia era ser mujer y haber estudiado psicología. Para colmo mis padres no querían que estudiara esto y antes había hecho un año de medicina. Los torturadores no entendían que no me pintara y que me apasionara la lectura”.
“Yo como radio aficionada era LU7QT y en Córdoba era LU5H65. Los radioaficionados eran 95 por ciento varones y es una regla que no se habla de política ni de religión. Mi padre fue radioaficionado toda su vida y además me hizo hincha de Independiente y fanática del box. Mi novio estaba en Chile y también era radioaficionado. Con mi novio fuimos unos adelantados en esto del Facebook. Por esto de que éramos radioaficionados, es que ellos buscaban cosas turbias, encriptadas, es lo que querían que yo les dijera”.
“El tema más difícil y que me costó que me molieran a palos, fue mi condición social. Yo era de clase media alta, con dos meses de veraneo, con departamento para estudiar y con sirvienta. Mi familia tenía auto y ellos no podían creer que yo renunciara a todo eso, para ir a ayudar a chicos desterrados del mundo sin pedir nada a cambio. No entendían que alguien como yo fuera a curar costras en manos y cachetes, o a limpiar mocos largos”.
“Cuando en la Jefatura de Policía de Villa Mercedes me llevan por primera vez a la oficina de Ronald Wencesalao Morales, pareciera que ya tenían un protocolo de bienvenida que consistía en golpes, trompadas e insultos. Morales intentaba interrogarme pero no me dejaba terminar las respuestas y como ya sabía que no le iban a gustar me interrumpía con golpes en la mesa y golpes sobre mí. Mientras me tuvieron en ese calabozo no recuerdo haber comido, me traían un tazón con comida pero no podía tragar. El calabozo era muy chico, por suerte yo soy bajita”, dice Lucy a modo de consuelo”.
“Ni bien me llevan a la Jefatura, comienzan los traslados a la Quinta Brigada. Me venían a buscar muchos y me llevaban esposada. Como yo estaba tan flaca las esposas se me salían. Recuerdo el ruido de los guardaganados y después recuerdo muchas escalinatas. Me llevaban a un lugar acolchado porque adentro las voces retumbaban. Ahí tenían una especie de elástico y en la cabecera había un balde grande con agua donde me sumergían la cabeza. Eso no me lo hicieron muchas veces, porque se me zafaban las esposas. Ahí hubo de todo y lo que más recuerdo es esa cofradía de perros rabiosos ensañados y tirados encima de una mujer que pesaba 30 kilos. Los adjetivos eran puta, comunista. Eran golpes, cachetazos, manoseos. Reconocí voces, entre ellas la voz de Godoy”.
“Quiero destacar que si estoy viva es gracias a algunos policías de la provincia, y debo decir que los policías a los aeronáuticos les tenían tanto miedo como yo. Cuando los militares me
llevaban a la Jefatura, los policías esperaban a que se fueran y venían ayudarme. Recuerdo a los policías Chavero y Benítez, que varias veces vinieron a limpiarme la cara con un trapo mojado. Benítez a veces a la mañana me llevaba un mate con yuyos, porque sabía que me gustaba mucho. Cuando los militares no estaban, los policías se reían de ellos y parodiaban el modo de caminar altanero de Godoy. Un día, en la oficina de Morales, me violaron sobre un banco de madera”.
“Yo no entiendo cuál es el placer de violar a una mujer de 30 kilos, indefensa. El único goce posible es el poder. Mira lo que te hago. Para disfrutar de eso hay que tener un complejo de inferioridad muy grande. Durante muchos días yo estuve convencida de que a mi familia la habían matado, pero un día la señora de Palma me contó que había hablado con ellos. Yo al principio no le creí porque desconfiaba de todo, pero cuando ella me fue dando algunos datos, me convenció de que era verdad que estaban vivos. Entonces le dije que les contara que yo estaba bien. Que no les dijera la verdad de lo que me estaba pasando”.
“En una oportunidad me trajeron desde la Quinta Brigada y yo venía gritando. Me metieron de una patada en el calabozo y al rato escucho unos golpes y alguien desde el calabozo de al lado me pregunta ¿Lucy, sos vos? Era un muchacho Ghirardi de Justo Daract que era miembro de un club de caza y lo habían detenido porque le habían encontrado balas”.
“Mis padres intentaron tramitar un hábeas corpus, pero en Mercedes todos los abogados les dijeron que después de lo sucedido con Bodo, ninguno se animaba. La señora de Palma un día le pidió a Morales que me dejara sentar al sol en una silla, porque me veía muy mal. El calabozo era muy húmedo y había moho en las paredes. Morales al principio se negó pero después accedió. Estaba tan mal que un día me revisó el doctor Darnay y me internaron en el Policlínico Ferroviario de Villa Mercedes y para eso vaciaron todo el piso. Solo quedó una mujer en la cama de al lado de nombre Chicha, que tenía asma. Ahí me atendió una médica psiquiatra, la doctora Hilda Vitar. Parece que habló de más conmigo porque luego no la volví a ver. Cuando salí en libertad y me recuperé ya sin sufrir ataques, tomé la guía telefónica y llamé a todos los Vitar del país. La ubiqué en Córdoba. Me dijo que se acordaba de un caso Manzur, pero de mí no se acordaba”.
“Me llevaron de vuelta a la jefatura y se ocuparon de comiera más. Me habían robado mi reloj y mi anillo, mis anteojos no existían. En enero me dijeron que quedaba licenciada, lo cual significaba que salía en libertad pero me tenía que reportar periódicamente. La última vez que vi a Godoy en el pasillo que separaba las oficinas del calabozo, se plantó delante de mí y me dijo que todo lo que yo pensaba lo tenía intacto en la cabeza y que yo no lo engañaba. Le dije que entonces me pegara un tiro y que luego abriera mi cabeza para ver que tenía dentro. Pero igual me pegó fuerte y me dijo que algún día nos íbamos a volver a encontrar”.
“Lucy María se dirige a Godoy pero mirando a Tribunal y entonces los jueces le sugieren que si desea pararse y mirarlo a la cara, lo haga. Lucy no duda y se levanta y de inmediato reconoce a uno de sus verdugos a pesar del paso de los años. “Le quiero agradecer por su clarividencia y porque yo también sabía que nos íbamos a encontrar, pero en otro lugar, porque yo no tuve un juicio como este, pero usted sí. Nunca le voy a perdonar el daño a mi familia, el daño a mi esposo e hijo. Lo desprecio profundamente y espero que pueda dormir. Espero que ustedes se den cuenta del daño que nos hicieron por no ajustarnos a los parámetros de la sociedad occidental y cristiana. Si alguna vez llegué a dudar de que mi destino era enseñar a esos que ustedes llaman negros de mierda, malcomidos y con los mocos colgando, cuando salí en libertad me fui convencida de ello. Yo sigo luchando por justicia sin esperar nada a cambio. Ustedes mancharon ese uniforme”. Godoy asiente mecánicamente con la cabeza y la vista clavada en
el piso. El abogado Bahamondes interrumpe y le sugiere al Tribunal que ya es suficiente”.
“Cuando salí en libertad, a los 15 días recibimos un radiograma del GADA 141 porque Fernández Gez me quería entrevistar. Cuando fuimos con mi padre, atravesamos por unos galpones donde había infinidad de pibes en estado lamentable. Cuando Fernández Gez nos recibe, lo mira a mi padre y le dice “¿por qué está usted allá y yo acá? Y se contestó él solo: porque yo crié bien a mis hijos y ellos van a misa de diez conmigo. Usted no crió bien a su hija”. “Entonces se acercó y me puso la mano en el hombro y me preguntó ‘¿y vos Lucy, qué querés? Me quiero recibir de psicóloga, le dije. Y me dijo te vas a recibir, pero para eso una vez por semana me tenés que traer cuatro o cinco nombres. Me pedía nombres de estudiantes y de profesores, y ese era el pasaporte a mi título. Aquí me tienen, nunca me recibí”.
“Cuando salí tenía ataques, me temblaba un brazo y la boca. Estuve medicada casi permanentemente y los psicólogos me ayudaron a hacer una vida normal. No hace mucho llegué a estar dos semanas internada en una clínica psiquiátrica. Por ahí me despierto y no sé dónde estoy ni quién está al lado mío. He tenido problemas a nivel sexual y desde que salí en libertad duermo con la luz prendida. Nunca más me pude bañar en el mar ni meterme a una pileta. Nunca más me pude bañar con la ducha fija y solo puedo hacerlo con la ducha de mano. Mi hijo me cuenta que desde chico me veía llorar con la cara tapada. Yo he estado 34 años callada, pero cuando lo conté fue muy liberador, y lo conté para que no vuelva a pasar”.